Desde mediados del siglo XX se ha producido un notable acrecentamiento en la clasificación de distintas patologías o enfermedades mentales, esto se debe principalmente a tres razones que no pueden ser entendidas de forma separada.

• La aparición y cada vez mayor generalización del uso de psicofármacos, y por ende el desarrollo de la industria farmacéutica, que en la actualidad financia a muchos de los más influyentes psiquiatras que son los que definirán qué es salud o enfermedad.
• El viraje de la concepción global fenomenológico – estructural hacia el protocolo de conductas y la idea de “tastorno”, definidos por la Asociación Americana de Psquiatría, por voto de sus miembros a través de las propuestas que los mismos elevan, postura que podría decirse hegemónica y que en estos momentos está siendo seriamente cuestionada.
• El paradigma cuantitativo donde la estadística pasa a ser la base de lo que se considera científico o no (no se cuestiona el protocolo que supone una idea de “normalidad” arbitraria) para homogeneizando tratamientos psicofarmacológicos y conductuales.
Como correlato nos encontramos en un momento histórico donde una parte importante de los niños posee una “etiqueta” psicopatológica que marca determinado “trastorno” que generalmente es abordado psicofarmacológicamente y con alguna técnica conductual sin tener en cuenta entre otras cosas las historias personales y los contextos familiares y sociales en los cuales se van desarrollando, operando la “etiqueta” como una especie de “previsibilidad” de sus distintas manifestaciones que llama a interpretarla a través de los ítems propuesto por el manual psicopatológico: “Si es un Déficit de atención entonces:”. La subjetividad queda por fuera y a la persona se la define por la “etiqueta” quedando la singularidad aplastada por ella.
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